domingo, 17 de junio de 2007

Walimai.


El nombre que me dio mi padre es Walimai, que en la lengua de nuestros hermanos
del norte quiere decir viento. Puedo contártelo, porque ahora eres como mi propia hija
y tienes mi permiso para nombrarme, aunque sólo cuando estemos en familia. Se debe
tener mucho cuidado con los nombres de las personas y de los seres vivos, porque al
pronunciarlos se toca su corazón y entramos dentro de su fuerza vital. Así nos
saludamos como parientes de sangre. No entiendo la facilidad de los extranjeros para
llamarse unos a otros sin asomo de temor, lo cual no sólo es una falta de respeto,
también puede ocasionar graves peligros. He notado que esas personas hablan con la
mayor liviandad, sin tener en cuenta que hablar es también ser. El gesto y la palabra
son el pensamiento del hombre. No se debe hablar en vano, eso le he enseñado a mis
hijos, pero mis consejos no siempre se escuchan. Antiguamente los tabúes y las
tradiciones eran respetados. Mis abuelos y los abuelos de mis abuelos recibieron de
sus abuelos los conocimientos necesarios. Nada cambiaba para ellos. Un hombre con
una buena enseñanza podía recordar cada una de las enseñanzas recibidas y así sabía
cómo actuar en todo momento. Pero luego vinieron los extranjeros hablando contra la
sabiduría de los ancianos y empujándonos fuera de nuestra tierra. Nos internamos
cada vez más adentro de la selva, pero ellos siempre nos alcanzan, a veces tardan
años, pero finalmente llegan de nuevo y entonces nosotros debemos destruir los
sembrados, echarnos a la espalda los niños, atar los animales y partir. Así ha sido
desde que me acuerdo: dejar todo y echar a correr como ratones y no como grandes
guerreros y los dioses que poblaron este territorio en la antigüedad. Algunos jóvenes
tienen curiosidad por los blancos y mientras nosotros viajamos hacia lo profundo del
bosque para seguir viviendo como nuestros antepasados, otros emprenden el camino
contrario. Consideramos a los que se van como si estuvieran muertos, porque muy
pocos regresan y quienes lo hacen han cambiado tanto que no podemos reconocerlos
como parientes.
Dicen que en los años anteriores a mi venida al mundo no nacieron suficientes
hembras en nuestro pueblo y por eso mi padre tuvo que recorrer largos caminos para
buscar esposa en otra tribu. Viajó por los bosques, siguiendo las indicaciones de otros
que recorrieron esa ruta con anterioridad por la misma razón, y que volvieron con
mujeres forasteras. Después de mucho tiempo, cuando mi padre ya comenzaba a
perder la esperanza de encontrar compañera, vio a una muchacha al pie de una alta
cascada, un río que caía del cielo. Sin acercarse demasiado, para no espantarla, le
habló en el tono que usan los cazadores para tranquilizar a su presa, y le explicó su
necesidad de casarse. Ella le hizo señas para que se aproximara, lo observó sin
disimulo y debe haberle complacido el aspecto del viajero, porque decidió que la idea
del matrimonio no era del todo descabellada. Mi padre tuvo que trabajar para su
suegro hasta pagarle el valor de la mujer. Después de cumplir con los ritos de la boda,
los dos hicieron el viaje de regreso a nuestra aldea.
Yo crecí con mis hermanos bajo los árboles, sin ver nunca el sol. A veces caía un árbol
herido y quedaba un hueco en la cúpula profunda del bosque, entonces veíamos el ojo
azul del cielo. Mis padres me contaron cuentos, me cantaron canciones y me
enseñaron lo que deben saber los hombres para sobrevivir sin ayuda, sólo con su arco
y sus flechas. De este modo fui libre. Nosotros, los Hijos de la Luna, no podemos vivir
sin libertad. Cuando nos encierran entre paredes o barrotes nos volcamos hacia
adentro, nos ponemos ciegos y sordos y en pocos días el espíritu se nos despega de
los huesos del pecho y nos abandona. A veces nos volvemos como animales
miserables, pero casi siempre preferimos morir. Por eso nuestras casas no tienen
muros, sólo un techo inclinado para detener el viento y desviar la lluvia, bajo el cual
colgamos nuestras hamacas muy juntas, porque nos gusta escuchar los sueños de las
mujeres y los niños y sentir el aliento de los monos, los perros y las lapas, que
duermen bajo el mismo alero. Los primeros tiempos viví en la selva sin saber que
existía mundo más allá de los acantilados y los ríos. En algunas ocasiones vinieron
amigos visitantes de otras tribus y nos contaron rumores de Boa Vista y de El Platanal,
de los extranjeros y sus costumbres, pero creíamos que eran sólo cuentos para hacer
reír. Me hice hombre y llegó mi turno de conseguir una esposa, pero decidí esperar
porque prefería andar con los solteros, éramos alegres y nos divertíamos. Sin
embargo, yo no podía dedicarme al juego y al descanso como otros, porque mi familia
es numerosa: hermanos, primos, sobrinos, varias bocas que alimentar, mucho trabajo
para un cazador.
Un día llegó un grupo de hombres pálidos a nuestra aldea. Cazaban con pólvora, desde
lejos, sin destreza ni valor, eran incapaces de trepar a un árbol o de clavar un pez con
una lanza en el agua, apenas podían moverse en la selva, siempre enredados en sus
mochilas, sus armas y hasta en sus propios pies. No se vestían de aire, como nosotros,
sino que tenían unas ropas empapadas y hediondas, eran sucios y no conocían las
reglas de la decencia, pero estaban empeñados en hablarnos de sus conocimientos y
de sus dioses. Los comparamos con lo que nos habían contado sobre los blancos y
comprobamos la verdad de esos chismes. Pronto nos enteramos que éstos no eran
misioneros, soldados ni recolectores de caucho, estaban locos, querían la tierra y
llevarse la madera, también buscaban piedras. Les explicamos que la selva no se
puede cargar a la espalda y transportar como un pájaro muerto, pero no quisieron
escuchar razones. Se instalaron cerca de nuestra aldea. Cada uno de ellos era como un
viento de catástrofe, destruía a su paso todo lo que tocaba, dejaba un rastro de
desperdicio, molestaba a los animales y a las personas. Al principio cumplimos con las
reglas de la cortesía y les dimos el gusto, porque eran nuestros huéspedes, pero ellos
no estaban satisfechos con nada, siempre querían más, hasta que, cansados de esos
juegos, iniciamos la guerra con todas las ceremonias habituales. No son buenos
guerreros, se asustan con facilidad y tienen los huesos blandos. No resistieron los
garrotazos que les dimos en la cabeza. Después de eso abandonamos la aldea y nos
fuimos hacia el este, donde el bosque es impenetrable, viajando grandes trechos por
las copas de los árboles para que no nos alcanzaran sus compañeros. Nos había
llegado la noticia de que son vengativos y que por cada uno de ellos que muere,
aunque sea en una batalla limpia, son capaces de eliminar a toda una tribu incluyendo
a los niños. Descubrimos un lugar donde establecer otra aldea. No era tan bueno, las
mujeres debían caminar horas para buscar agua limpia, pero allí nos quedamos porque
creímos que nadie nos buscaría tan lejos. Al cabo de un año, en una ocasión en que
tuve que alejarme mucho siguiendo la pista de un puma, me acerqué demasiado a un
campamento de soldados. Yo estaba fatigado y no había comido en varios días, por
eso mi entendimiento estaba aturdido. En vez de dar media vuelta cuando percibí la
presencia de los soldados extranjeros, me eché a descansar. Me cogieron los soldados.
Sin embargo no mencionaron los garrotazos propinados a los otros, en realidad no me
preguntaron nada, tal vez no conocían a esas personas o no sabían que yo soy
Walimai. Me llevaron a trabajar con los caucheros, donde había muchos hombres de
otras tribus, a quienes habían vestido con pantalones y obligaban a trabajar, sin
considerar para nada sus deseos. El caucho requiere mucha dedicación y no había
suficiente gente por esos lados, por eso debían traernos a la fuerza. Ése fue un período
sin libertad y no quiero hablar de ello. Me quedé solo para ver si aprendía algo, pero
desde el principio supe que iba a regresar donde los míos. Nadie puede retener por
mucho tiempo a un guerrero contra su voluntad.
Se trabajaba de sol a sol, algunos sangrando a los árboles para quitarles gota a gota la
vida, otros cocinando el líquido recogido para espesarlo y convertirlo en grandes bolas.
El aire libre estaba enfermo con el olor de la goma quemada y el aire en los
dormitorios comunes lo estaba con el sudor de los hombres. En ese lugar nunca pude
respirar a fondo. Nos daban de comer maíz, plátano y el extraño contenido de unas
latas, que jamás probé porque nada bueno para los humanos puede crecer en unos
tarros. En un extremo del campamento habían instalado una choza grande donde
mantenían a las mujeres. Después de dos semanas trabajando con el caucho, el
capataz me entregó un trozo de papel y me mandó donde ellas. También me dio una
taza de licor, que yo volqué en el suelo, porque he visto cómo esa agua destruye la
prudencia. Hice la fila, con todos los demás. Yo era el último y cuando me tocó entrar
en la choza, el sol ya se había puesto y comenzaba la noche, con su estrépito de sapos
y loros.
Ella era de la tribu de los Ila, los de corazón dulce, de donde vienen las muchachas
más delicadas. Algunos hombres viajan durante meses para acercarse a los lla, les
llevan regalos y cazan para ellos, en la esperanza de conseguir una de sus mujeres. Yo
la reconocí a pesar de su aspecto de lagarto, porque mi madre también era una Ila.
Estaba desnuda sobre un petate, atada por el tobillo con una cadena fija en el suelo,
aletargada, como si hubiera aspirado por la nariz el «yopo» de la acacia, tenía el olor
de los perros enfermos y estaba mojada por el rocío de todos los hombres que
estuvieron sobre ella antes que yo. Era del tamaño de un niño de pocos años, sus
huesos sonaban como piedrecitas en el río. Las mujeres lla se quitan todos los vellos
del cuerpo, hasta las pestañas, se adornan las orejas con plumas y flores, se
atraviesan palos pulidos en las mejillas y la nariz, se pintan dibujos en todo el cuerpo
con los colores rojo del onoto, morado de la palmera y negro del carbón. Pero ella ya
no tenía nada de eso. Dejé mi machete en el suelo y la saludé como hermana,
imitando algunos cantos de pájaros y el ruido de los ríos. Ella no respondió. Le golpeé
con fuerza el pecho, para ver si su espíritu resonaba entre las costillas, pero no hubo
eco, su alma estaba muy débil y no podía contestarme. En cuclillas a su lado le di de
beber un poco de agua y la hablé en la lengua de mi madre. Ella abrió los ojos y miró
largamente. Comprendí.
Antes que nada me lavé sin malgastar el agua limpia. Me eché un buen sorbo a la boca
y lo lancé en chorros finos contra mis manos, que f roté bien y luego empapé para
limpiarme la cara. Hice lo mismo con ella, para quitarle el rocío de los hombres. Me
saqué los pantalones que me había dado el capataz. De la cuerda que me rodeaba la
cintura colgaban mis palos para hacer fuego, algunas puntas de flechas, mi rollo de
tabaco, mi cuchillo de madera con un diente de rata en la punta y una bolsa de cuero
bien firme, donde tenía un poco de curare. Puse un poco de esa pasta en la punta de
mi cuchillo, me incliné sobre la mujer y con el instrumento envenenado le abrí un corte
en el cuello. La vida es un regalo de los dioses. El cazador mata para alimentar a su
familia, él procura no probar la carne de su presa y prefiere la que otro cazador le
ofrece. A veces, por desgracia, un hombre mata a otro en la guerra, pero jamás puede
hacer dañó a una mujer o a un niño. Ella me miró con grandes ojos, amarillos como la
miel, y me parece que intentó sonreír agradecida. Por ella yo había violado el primer
tabú de los Hijos de la Luna y tendría que pagar mi vergüenza con muchos trabajos de
expiación. Acerqué mi oreja a su boca y ella murmuró su nombre. Lo repetí dos veces
en mi mente para estar bien seguro pero sin pronunciarlo en alta voz, porque no se
debe mentar a los muertos para no perturbar su paz, y ella ya lo estaba, aunque
todavía palpitara su corazón. Pronto vi que se le paralizaban los músculos del vientre,
del pecho y de los miembros, perdió el aliento, cambió de color, se le escapó un
suspiro y su cuerpo se murió sin luchar, como mueren las criaturas pequeñas.
De inmediato sentí que el espíritu se le salía por las narices y se introducía en mí,
aferrándose a mi esternón. Todo el peso de ella cayó sobre mí y tuve que hacer un
esfuerzo para ponerme de pie, me movía con torpeza, como si estuviera bajo el agua.
Doblé su cuerpo en la posición del descanso último, con las rodillas tocando el mentón,
la até con las cuerdas del petate, hice una pila con los restos de la paja y usé mis palos
para hacer fuego. Cuando vi que la hoguera ardía segura, salí lentamente de la choza,
trepé el cerco del campamento con mucha dificultad, porque ella me arrastraba hacia
abajo, y me dirigí al bosque. Había alcanzado los primeros árboles cuando escuché las
campanas de alarma.
Toda la primera jornada caminé sin detenerme ni un instante. Al segundo día fabriqué
un arco y unas flechas y con ellos pude cazar para ella y también para mí. El guerrero
que carga el peso de otra vida humana debe ayunar por diez días, así se debilita el
espíritu del difunto, que finalmente se desprende y se va al territorio de las almas. Si
no lo hace, el espíritu engorda con los alimentos y crece dentro del hombre hasta
sofocarlo. He visto algunos de hígado bravo morir así. Pero antes de cumplir con esos
requisitos yo debía conducir el espíritu de la mujer lla hacia la vegetación más oscura,
donde nunca fuera hallado. Comí muy poco, apenas lo suficiente para no matarla por
segunda vez. Cada bocado en mi boca sabía a carne podrida y cada sorbo de agua era
amargo, pero me obligué a tragar para nutrirnos a los dos. Durante una vuelta
completa de la luna me interné selva adentro llevando el alma de la mujer, que cada
día pesaba más. Hablamos mucho. La lengua de los Ila es libre y resuena bajo los
árboles con un largo eco. Nosotros nos comunicamos cantando, con todo el cuerpo,
con los ojos, con la cintura, los pies. Le repetí las leyendas que aprendí de mi madre y
de mi padre, le conté mi pasado y ella me contó la primera parte del suyo, cuando era
una muchacha alegre que jugaba con sus hermanos a revolcarse en el barro y
balancearse de las ramas más altas. Por cortesía, no mencionó su último tiempo de
desdichas y de humillaciones. Cacé un pájaro blanco, le arranqué las mejores plumas y
le hice adornos para las orejas. Por las noches mantenía encendida una pequeña
hoguera, para que ella no tuviera frío y para que los jaguares y las serpientes no
molestaran su sueno. En el río la bañé con cuidado, frotándola con ceniza y flores
machacadas, para quitarle los malos recuerdos.
Por fin un día llegamos al sitio preciso y ya no teníamos más pretextos para seguir
andando. Allí la selva era tan densa que en algunas partes tuve que abrir paso rompien
o a vegetación con mi machete y hasta con los dientes, y debíamos hablar en voz baja,
para no alterar el silencio del tiempo. Escogí un lugar cerca de un hilo de agua, levanté
un techo de hojas e hice una hamaca para ella con tres trozos largos de corteza. Con
mi cuchillo me afeité la cabeza y comencé mi ayuno.
Durante el tiempo que caminamos juntos la mujer y yo nos amamos tanto que ya no
deseábamos separarnos, pero el hombre no es dueño de la vida, ni siquiera de la
propia, de modo que tuve que cumplir con mi obligación. Por muchos días no puse
nada en mi boca, sólo unos sorbos de agua. A medida que las fuerzas se debilitaban
ella se iba desprendiendo de mi abrazo, y su espíritu, cada vez más etéreo, ya no me
pesaba como antes. A los cinco días ella dio sus primeros pasos por los alrededores,
mientras yo dormitaba, pero no estaba lista para seguir su viaje sola y volvió a mi
lado. Repitió esas excursiones en varias oportunidades, alejándose cada vez un poco
más. El dolor de su partida era para mí tan terrible como una quemadura y tuve que
recurrir a todo el valor aprendido de mi padre para no llamarla por su nombre en voz
alta atrayéndola así de vuelta conmigo para siempre. A los doce días soñé que ella
volaba como un tucán por encima de las copas de los árboles y desperté con el cuerpo
muy liviano y con deseos de llorar. Ella se había ido definitivamente. Cogí mis armas y
caminé muchas horas hasta llegar a un brazo del río. Me sumergí en el agua hasta la
cintura, ensarté un pequeño pez con un palo afilado y me lo tragué entero, con
escamas y cola. De inmediato lo vomité con un poco de sangre, como debe ser. Ya no
me sentí triste. Aprendí entonces que algunas veces la muerte es más poderosa que el
amor. Luego me fui a cazar para no regresar a mi aldea con las manos vacías.